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El planeta de Planeta Dunia está lleno de viajes



Aunque llevo años escribiendo y publicando mis vivencias viajeras, se me sigue erizando el vello cuando leo lo de “grandes viajeros”. En el fondo, los que viajamos no hacemos otra cosa que seguir caminos trazados y andar sobre huellas ya pisadas por muchos otros antes que nosotros. A veces viajamos desde la comodidad de un viaje organizado, otras con la certeza o incerteza que proporciona un billete de avión de "ida y vuelta". Seguramente para los que temen salir de su ciudad, yo sería una gran viajera, pero para aquellos que se adentraron en Petra disfrazándose de árabe, se adentraron en la selva hasta encontrar Machu Picchu, o aquellos que se empecinaron en excavar las arenas del desierto en busca de tumbas egipcias, yo sería más bien una turista.
pirámides
Saqqara, agosto 2000
Sea como sea, en mi memoria resta la contemplación de la Gran Pirámide de Egipto mientras un vendedor egipcio me regalaba una pirámide en miniatura y yo le regalaba una pulsera con chinitos de madera. En los recovecos de mi "a veces traidora retentiva" quedará la noche pasada en las cuevas de Capadocia, con la sonoridad repetida dulcemente de la palabra “un copo” de aquél vendedor de alfombras turco que insistía en que bebiéramos cerveza en una discoteca excavada en la roca. La más de una vez reinterpretada, voz del revisor de los autobuses de Creta, avisando de la parada de Hersonissos, mientras nos tocaba el culo a mi hermana y a mí, con mucho disimulo dada la estrechez del transporte.
Alepo
Ciudadela de Aleppo, agosto 2003
Hay en mi memoria un lugar especial para las sensuales danzas de las mujeres tailandesas ataviadas con ropa de mil destellos multicolores. La contemplación de las vidrieras de la Sainte Chapelle de París, mientras atardecía en el río Sena. El sabor dulce de los zumos de la caña de azúcar en Brasil contemplando las estrellas de otros cielos diferentes al mío y bañándome en las aguas de otros mares. La visión de la Fortaleza de Aleppo, mientras fumaba mi primera narguile frente a ella y la ciudad se iluminaba poco a poco, al caer la noche. Las calles de sabor añejo y años de historia de Venecia sumidas en un mágico silencio. La pérdida de visión ante los techos pintados por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, cuando mis labios asombrados no podían articular palabra y mis ojos no alcanzaban ver cada extraordinario detalle allí pintado.
Patio de los Leones
La Alhambra de Granada, junio 2011
La hermosura trabajada en piedra de la Alhambra de Granada, que parecía que podía contar, si te acercabas lo suficiente a sus paredes, todas las historias ocurridas en el gran palacio andalusí. Recuerdo la pobreza de espíritu de la India, tanto la mía, como la de aquellos que se abandonaban a la miseria y a la suciedad porque era una forma de vida y era pobreza, sí, pero de espíritu. Por el contrario, la escasez que vi en una casa de Perú, donde me abrieron las puertas y me sentaron a su mesa para beber una chicha casera, prevalecerá sobre la miseria de aliento de algunos que lo tienen todo, pero que sienten, que no tienen nada. En Perú aprendí que era la humildad y la dignidad. Mi amor por los museos me llevó a recorrer Italia donde parece que desconocen el significado de minimalismo todo en ese país es exuberante. Imposible olvidar Florencia y sus edificios decorados con mármol de colores, Roma o Venecia.
Saná
Sana'a, agosto 2006
Imposible de olvidar son las selvas sudamericanas plagadas de mosquitos, pero acompañadas por los sonidos de centenares de animales invisibles, mientras la vegetación lo invadía todo con hermosa frondosidad. La inspección militar del autobús en la frontera hondureña donde nos hicieron bajar del autobús y formar como si fueran a dispararnos con sus armas, la oposición de dirigirme la palabra por ser mujer en la frontera nicaragüense, la amabilidad de la gente en Guatemala, son recuerdos que me traje de mis viajes a Sudamérica. Mi corta estancia con la tribu de los iban mientras una niña me enseñaba el nombre de todas las plantas que rodeaban su longhouse. Sana’a la más bella capital del planeta, el olor de pan recién hecho embriagando las calles, el sonido de las llamadas a la oración de las mezquitas yemenitas. Una vez más, las puertas de una casa privada se abrieron al extranjero, un té improvisado en el mefren de una casa en Yemen, invitadas por las mujeres de una población rural, mientras se quitaban el velo y descubrían una amplia sonrisa en su rostro, nunca antes vista.
Gaudía
Casa Batlló, Barcelona
Viajar me ha permitido contemplar el brillo solar en las aguas de distintos océanos, en Finisterre no se acaba el mundo, como tampoco lo hace en Cabo da Roca donde soplan vientos feroces, húmedos y fríos. Algo más de temperatura tenían las cervezas emblemáticas de Múnich de la Hofbräuhaus y las Guiness de Dublín, aunque en el Pub sonara en vivo música irlandesa. Contemplar la aurora boreal en Laponia, escuchar el sonido de las pisadas de los renos cruzando un lago congelado por el frío invierno, notar el calor de la sauna y ver la nieve cayendo sobre nuestro iglú de cristal. Las noches durmiendo sobre los tejados de las casas en Burkina Faso, el sonido del balafón al anochecer y la mágica atmósfera del País Dogón. Las Geishas de Kioto, caminando cabizbajas con pequeños pasos por las estrechas calles adoquinadas. La simbiosis entre piedra y musgo de Sintra, entre humedad y arte. La fascinación por la naturaleza y el ecologismo, mucho antes de que se hablara, de Antoni Gaudí, llenando Barcelona de maravillosos edificios multicolores y de formas sinuosas.


Túnez
Tozeur, agosto 2010
Después de ver los más de setecientos setenta y siete gabletes de Ámsterdam, quién les iba a decir a los holandeses que inventarían el turismo industrial hace más de cuatro siglos. Los balcones de las calles de La Valeta, el atardecer en su puerto, superviviente de antiguos ataques piratas. La medina de Túnez, los zapateros de Tozeur y las puertas azules de Sidi Bou Said. La ruta románica de la Vall de Boí con sus tejados de pizarra y su paisaje de montaña. Las imágenes de santos, santas, vírgenes y cristos de Sevilla, su dolor y sus martirios llevados al extremo, el cristianismo sentido y venerado entrelazando vida y religión. La Córdoba musulmana, El Cairo copto, la Toledo judía. Y todo ello sin darme cuenta, han pasado dieciséis años (24 años en el año 2018) desde mi primer vuelo intercontinental y tengo la sensación de que hoy por hoy, yo no sería la mujer que soy, si no fuera por ese peregrinaje por el planeta.


Diario viajero de Planeta Dunia ¿Quién soy?



Ante la pregunta de mi próximo destino, no puedo evitar cierto estremecimiento al recordar todos los lugares donde ya he estado. Hace tiempo que sé que mi primera lista de viajes soñados está realizada y que sin duda, debo empezar a construir una nueva. De momento no tengo prisa por hacerla, así que pienso en lo mucho que llevo recorrido por el planeta y es mucho más, de lo que nunca hubiera imaginado. En mi cara se dibuja una sonrisa cuando pienso que: ¡Yo, he viajado!

Nací por suerte, cerca de la ciudad de Barcelona de Gaudí, la ciudad de los edificios multicolores y de la arquitectura con formas de fantasía inimaginables.

Mi primer gran viaje, igual que mi primer gran amor, me llevó a bailar a una cuadra de Samba en Brasil, en una de las navidades más calurosas que jamás he pasado, días bañados de sol y caipiriñas.

Recorrí los mercados flotantes de Bangkok cuando aún no eran una atracción turística y las vendedoras te ofrecían lichies con una sonrisa. Contemplé a las mujeres más bellas que nunca había visto, en una danza de exótica sensualidad.


Disfruté como una niña en las atracciones de Disneyland y paseé por el París bohemio del barrio de Montmartre y volví, una y otra vez, a la Ciudad de la Luz para enamorarme y desenamorarme.


Recorrí el desierto egipcio de Ramsés subida a lomos de un dromedario y escuché al almuecín llamar a la hora de la plegaria por los innumerables minaretes de la ciudad de El Cairo. Me encontré a solas en Abu Simbel, susurrando a Nefertari lo amada y bella que había sido, y me rendí al contemplar la inmensidad de las pirámides y la majestuosidad de la Esfinge.

Bailé en una cueva de Capadocia y entendí la importancia de un copo, y fue aquí donde me enamoré perdidamente de Estambul. Me entretuve en los bazares de especias, con sus olores, sus brillos, su gente y regatee animadamente mientras saboreaba un té a la menta. Descubrí que existen príncipes de cuento y que los suspiros no entienden de distancias.

Me sentí griega, romana, bizantina, egipcia, árabe, africana e inca.

Saboreé el café frappé en Grecia, el zumo de caña en Brasil, el agua de coco en Malasia, la cerveza de melocotón en Bélgica, la chicha y el pisco en Perú. Comí con las manos en Malí, probé el sushi en Japón, el reno en Laponia, el rissotto en Venecia, los bocadillos de calamares en Madrid, el chocolate en Bruselas, los pinchos en Bilbao, las tapas en Granada, el kebab en Jordania y el vino de Oporto en Porto.

A través de Sodoma y Gomorra, mi hermana y yo subíamos al autobús de línea y recorríamos la isla de Creta, con el mismo revisor pulpo todos los días, sin música sirtaki, pero con muchas risas.


Fui dama medieval ante las vidrieras de la Sainte Chapelle, teutona de largas trenzas en una cervecería de Múnich, forjador de espadas en Toledo, Médicis en Florencia, druida en Dublín y Zenobia en Palmira.

Recorrí calles empedradas por el tiempo, oasis verdes tapizados de palmeras, pisé arenas blancas de costas tropicales y montañas llenas de sonidos en la selva. Caminé por el desierto, me deslicé por la nieve, subí por la falda de volcanes y corrí por lagos congelados.

Pasé una tarde en un haman con rechonchas y sudorosas mujeres que me masajeaban el cuerpo y fumé una pipa de agua, delante de la maravillosa ciudadela de Alepo, después de regatear una mesa taraceada en el bazar.

Recorrí el siq de Petra con el corazón encogido por tanta belleza, salté por las multicoloridas dunas del Wadi Rum acompañada de beduinos y floté en las aguas del Mar Muerto.

Me encontré con Dios, con Buda, con Alá, con Trimurti, con la Madre Tierra, la pachamama, la diosa Izamani y Kali. Y todos ellos me dieron el mismo mensaje.


Viajé en avión, avioneta, globo, shinkansen, tren, tranvía, hidrodeslizador, barco, pinaza, canoa, góndola, trineo, autobús, coche, moto, motonieve, tuk-tuk, carro, calesa, bicicleta, camello, caballo y en reno.

Contemplé el arte con los ojos de Leonardo da Vinci, Rafael, Sandro Botticelli, Rodin, Gian Lorenzo Bernini y Miguel Ángel.

Las noches se plagaron de estrellas y grandes lunas en las calles de Estambul, en la Piazza de San Marcos de Venecia, en las tabernas de la ciudad de El Cusco, en las terrazas de Sevilla, en la Falla de Bandiagara del País Dogón y en la bien amada Granada.

Escalé y contemplé el sol en Machu Picchu, sobrevolé las líneas de Nazca y navegué por el Lago Titicaca.

Acaricié a Puppy, al viringo, al reno, al camello, a la tortuga de agua, al caballo, a Chispa, a la marmota, a los ciervos de cola blanca, a Luna y a cada animal que por mis manos pasó. Di de comer a las jirafas, a las cebras, al rinoceronte, al elefante, a las águilas y al halcón. Lloré por su pérdida, por su sufrimiento, pero sé que otros muchos animales murieron para alimentarme.


Subí a las pirámides más altas de Honduras, al volcán más profundo de Nicaragua, llegué a la playa más lejana de Costa Rica y a la selva más profunda de Guatemala.

Dormí con los indios Iban en la selva de Borneo, indios quechua en la Isla de Taquile, beduinos del desierto yemenita de Ramlat as Sabatain y con los mossi de Burkina Faso en su casa fortaleza. Dormí dentro de un iglú de hielo en Finlandia y también dentro de una cabaña de madera en Laponia, dentro de una tienda de campaña en Laos, en una casa de adobe en Yemen, en una tienda sami en Suecia y también en un faro a orillas del mar. Me mecieron los sonidos de la selva en Camboya y el sonido de la noche en un hanok de Corea del Sur hasta quedar completamente dormida.

Me deslumbré con el mármol blanco de Pisa, las piedras preciosas del Taj Mahal, con el verde de la Selva de Borneo y el azul de los cielos de Burkina Faso.

Me vestí de malaya, de asiática, con sari hindú, con poncho peruano, con kaftán árabe, kimono japonés y reina coreana.

Olí el pan recién hecho en los hornos de Sana’a, la pimienta en los campos de Malasia, el café de Costa Rica y el olor de los campos de arroz cultivados en las montañas de Laos.


Viajé hasta el fin del mundo conocido; Finisterre y respiré el olor del océano.Viajé hasta el confín de Europa y me deslumbré con la luz de Armenia.

Mi amado Mar Mediterráneo, mi salvaje Mar Cantábrico.... Me he bañado en las aguas del Mar Muerto y en el Mar Arábigo, navegado por el Mar Adriático, el Mar de Mármara y el Mar Egeo. Contemplado las puestas de sol en el Mar de la China, he visto la fuerza del Océano Pacífico y del Océano Atlántico. Recorrido el río Sena en bateaux-mouche, el lago Inari en motonieve, el río Níger en pinaza y también he navegado por el Mekong.

Descubrí el área metropolitana más poblada del mundo con 31.2 millones de habitantes: Tokio. Navegué por el lago más alto del planeta a 3.800 metros sobre el nivel del mar: el Lago Titicaca. Visité la ciudad con el nombre más largo de la tierra Krungtep maha nakorn amarn rattanakosindra mahindrayudhya mahadilop pop noparatana rajdhani mahasathan amorn piman avatarn satir sakkatultiya visanukarn prasit: Bangkok. Estuve en el estado independiente más pequeño del mundo: la Ciudad del Vaticano. Recorrí el río más largo de la Tierra con 6.670 Km.: el Nilo.

Escribí, fotografié y dejé grabado en el recuerdo miles de momentos. Tuve el corazón roto por las despedidas, me inundó la soledad al contemplar lo pequeños que somos, tuve la mente ida por querer descubrir mucho más, me exalté de júbilo, me embriagó el miedo, me impregné de paz, me extasiaron las maravillas de la naturaleza, se me llenó el alma de felicidad. Gané porque vi más mundo del que nunca hubiera imaginado y puedo decir que: Yo he viajado, yo he vivido.

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