“El
silencio del
desierto es
el mejor
amigo del
loco”
(Proverbio beduino)
Tras una dura jornada por
el área desértica de Wadi Rum, el más maravilloso desierto que he
pisado jamás, sólo pienso en la posibilidad de una ducha:
¡desvarío, sin duda!
Después de todo el día,
protegiéndome el rostro del sol abrasador con un pañuelo, y de
sudar arena por todos los poros de mi piel, espejismos y
alucinaciones asaltan mi mente. Estoy impregnada de los pies a la
cabeza del olor a camello de mi montura, con estas absurdas
tribulaciones desciendo al fin, cuando encontramos un emplazamiento
seguro para pasar la noche: un campamento de tiendas beduinas.
Fue un gran placer ser
recibida por un grupo de badawiyin o beduinos del desierto.
Unos descansaban en el interior de una gran jaima (tienda
utilizada por los pueblos nómadas) y otros alrededor de una hoguera.
Las ardientes ráfagas de viento de la tarde se habían extinguido y
en esos momentos el aire olía a mansaf (plato
de
arroz
guisado
con
cordero). Nos sentamos
a contemplar las estrellas que cubrían el cielo oscuro, mientras
compartíamos la comida de nuestras mochilas con la carne que nos
ofrecían nuestros anfitriones y que crepitaba en parte sobre las
brasas. Sentí una amarga frustración por no saber árabe y perderme
lo que parecía la diversión de la tribu: escuchar las entretenidas
historias del contador de cuentos. Los más pequeños se acercaban a
sus madres para escuchar las viejas leyendas mil veces explicadas a
través de los tiempos.
La noche se cernía sobre
nosotros y el cansancio hacía mella en nuestros maltrechos cuerpos;
nos estiramos sobre las esteras y conciliamos un sueño profundo y
reparador. Desperté con el olor del cardamomo que aromatizaba el té
de la mañana y el sonido melódico de las cabras. Cuando preparamos
nuestras pocas pertenencias para echarlas al hombro, se desató una
tormenta de arena que fugazmente azotó nuestra tienda. Cuando
desapareció, nos pusimos en marcha para buscar Los siete
pilares de la sabiduría;
un promontorio rocoso erosionado por el viento y en medio de la nada.
El lugar, aunque inhóspito, me invita al paseo con mis pensamientos.
Camino en silencio, acompañada del débil crujir de los granos de
arena bajo la suela de mis botas. Por fortuna mi guía beduino no me
pierde de vista, y como buena muestra de hospitalidad árabe, me ha
preparado una deliciosa comida que disfrutamos sobre una alfombra,
recostados a la sombra de la montaña.
Me resisto a marcharme,
quisiera quedarme una jornada más para contemplar el atardecer,
cuando las paredes montañosas se enciendan de color y las dunas
desaparezcan en la inmensidad del desierto por la falta de luz. Pero
el viaje debe continuar; aún queda encontrar los dibujos rupestres
de dos mil años de antigüedad de Jebel Khazali,
y quien sabe si alguna piscina natural escondida entre las rocas que
nos deleitará con un baño nocturno.
Jordania es un sueño
real al alcance de cualquier aventurero.