He tenido la fortuna de
pisar Venecia en ocho ocasiones, fortuna que yo misma he potenciado
porque es una ciudad a la que me encanta volver. He recorrido las
piedras de Venecia como lo hiciera John Ruskin
descubriendo cada belleza arquitectónica del gótico. He descubierto
el significado de cada lugar siguiendo la Venecia secreta de Corto
Maltés que tan bien supo Hugo Pratt dibujar en cómic y
he perseguido con la mirada centelleante y el corazón emocionado,
todas las leyendas venecianas e historias de fantasmas de
Alberto Toso Fei.
Para iniciar cualquier
recorrido de este tipo, hay que alojarse directamente en una casa en
Venecia. Ésto te hace sentir mercader de especias, Casanova,
comerciante de pescado, marino o soldado del Arsenale. Es por
eso que cuando los de Knok -la empresa de intercambio de casas-, me
pidieron escribir de nuevo, sobre Un día perfecto en mi ciudad perfecta para su guía de 100 ciudades donde intercambiar antes de morir, no dudé
que la protagonista debía ser Venecia.
Venezia, Venice, Venedig,
una ciudad que transforma su nombre para calar hondo en la memoria de
aquellos que la pisan. Nació de la codicia de los dux o
dogos; los hombres, que durante más de diez siglos, gobernaron con
mano firme los confines de los mares y la República Serenissima de
Venecia. Pero la laguna de Venecia también ha forjado al explorador
de más valor y curiosidad del Mediterráneo: Marco Polo.
Todos estos personajes de la historia habitan en los bellos
callejones laberínticos de la ciudad. En sus coquetos campos
(plazas) revestidos de losas de piedra y con hermosos brocales de
pozo que llevaban el agua de la vida, a la población y a sus más
insignes artistas.
Esa es la Venecia que yo
veo cuando me alejo de la turística Piazza San Marco, la de
la ropa tendida en la Via Garibaldi, la de los mercados en la
Pescheria y la del cappuccino en Antica Torrefazione
di Caffé ubicada en Cannaregio. Sí, esa es la Venecia a la que
os invito a conocer, la que se extiende por el Ghetto judío,
la Isla de San Michele y hasta más allá, hasta alcanzar
Murano y Burano unas islas que conservan el placer por
el trabajo artesanal; la primera dedicada al cristal y la segunda al
encaje. Materiales tan frágiles y delicados como la misma Venecia.